C A L L E
Vivo en Canarias, con su paradójica realidad, extrapolable a tantos puntos del planeta. Vivo un principio de siglo XXI decadente y apocalíptico, equivalente en tristezas al comienzo del pobre siglo XX.
Vivo un 2016 que se extingue con voraz rapidez, por el ritmo estrepitoso y que reza con acabarse por la incertidumbre electoral. Vivo, (y ahora fijando el microscopio en este punto del eje espacio temporal) vivo unas calles marchitas, transitadas en horario laboral por demasiados transeúntes ociosos, reflexivos y cabizbajos. Camino rápido por las calles, aguantando la respiración para evitar que el asfixiante nivel de Co2 me provoque el colapso. Camino, casi corro, para llegar a tiempo a un trabajo extenuante, y mientras camino-corriendo me cruzo cada diez pasos con muchos, demasiados indigentes. Algunos, los más afortunados arrastran sus pocas pertenencias en pequeñas maletas de viaje, de banco en banco, de acera en acera, como si esperaran como perros callejeros a que un nuevo dueño les dijera dónde ir. A otros, los más abandonados por la suerte, los extenúan y enflaquecen los delirios de sus enfermedades mentales, discuten con entes invisibles y están profundamente afónicos, no por ser profesores, sino por mantener a toda hora día tras día una prosodia continúa y exaltada.
De vuelta a casa, uno empuja la puerta para entrar mientras yo la cierro. Me sorprende, el empujón, pero más me asusta, que me ofrezca una llamada fantasma de un teléfono fijo desconectado. Se enfada y gruñe y forcejea más aún. Desesperado me sigue ofreciendo una llamada de otro mundo, con un teléfono roto. No me cuesta vencerle, pues no tiene fuerzas, mientras mis vecinos me gritan: “ Cierra, que luego mea dentro”. Consigo cerrar, me doy la vuelta, y oigo cómo golpea la puerta enfurecido. Me siento avergonzada por no poder ofrecerle ayuda y más por sentirme a salvo.
Me pregunto, cuando los veo expulsados de los portales, donde se cuelan para buscar refugio, si tienen familia, si alguna vez alguien les debió algo, si fueron “productivos” para la sociedad en algún tiempo. Me pregunto también, si son invisibles, sólo para el funcionariado de servicios sociales y gestión política. Rezo por ellos, pues mi sueldo indignante y mi vivienda no me permiten ayudarles, rezo para no convertirme en uno de ellos.
Cruzo callejones, avenidas, paseos peatonales, esquinas, atestados por los maratonianos “runners”, muchos combaten la incertidumbre del porvenir, con esfuerzo cardiovascular y un cuerpo fit.
En el transporte público, las cabezas, muchas meros continentes de vaciedad, cuelgan de un cuello inmóvil paralelas a una pantalla de móvil, paralelas también al suelo, olvidando por completo, que la vista también puede erguirse hacia el cielo. Los rostros fríos, duros, indiferentes. Las maneras, la corrección, el civismo… extintos, y un reggaeton obsceno, barato y simplón que suena estridente, en coches caros, en tiendas, en auriculares de peatones.
Me duele la calle, como me duele el cuerpo tras jornadas infinitas por míseras retribuciones.
Y por la noche, olvido, y con el sol vuelvo a ser transeúnte.
A F R I C A B A R B A S